lunes, 12 de septiembre de 2011

La “costumbre” de violar niñas wichi



Dos niñas wichí fueron violadas por más de un hombre hace dos semanas semanas en dos pueblos cercanos del oeste de Formosa donde el “chineo” es una práctica habitual realizada por varones criollos.





La impunidad y el miedo protegen a los agresores antes que a las víctimas, que muy pocas veces pueden completar las denuncias y en menos casos aún estas denuncias llegan a convertirse en casos judiciales.


Las noches de Ingeniero Juárez y El Potrillo, pueblos de Formosa donde llegan con mayor rapidez las patas de las gallinas que el agua potable, son oscuras a conciencia: De la institución local, “para ahorrar energía”, De los habitantes más empobrecidos “porque no hay tendido eléctrico o porque donde hay lo cortan si no pagamos lo que nos exigen”.

Hace dos semanas, la oscuridad cómplice facilitó la violación de dos niñas wichí, de 11 y 14 años, que habitan esos pueblos. “Fueron los criollos”, denuncian los voceros de la comunidad aborigen de El Potrillo, “quienes obligaron a tomar gasoil” a la primera, para “marearla y violarla entre siete”. A la otra la sometieron durante las celebraciones del Día de la Mujer Indígena, “entre diez o catorce; no recuerda”, en la escuela donde estudia, frente a la comisaría del lugar, para dar a entender sin medias tintas el espesor de la impunidad.


Los ataques sexuales ocurrieron en momentos que la Comunidad Wichí Barrio Obrero, de Ingeniero Juárez, había tomado el Centro de Integración Comunitario (CIC) del lugar, que reclaman como propio, y exigido el retiro de los representantes actuales con mandato vencido, para poder nombrar “autoridades legítimas”.

Uno de los referentes de la toma, Agustín Santillán, detalló a este suplemento que desde el 31 de agosto, cuando iniciaron la toma pacífica del CIC, se intensificaron las amenazas que sufren desde hace años. “Nos persiguen, nos conminan a que no accedamos ni a la electricidad ni al agua, por lo que nuestra comunidad tiene que beber de un dique contaminado, donde los vecinos tiran sus residuos.” Santillán dijo que “ahora estamos más tranquilos porque la policía no intentó volver a sacarnos del lugar, como los primeros días. Deben comprender que no pueden usurpar nuestra asociación civil”. Unas 3000 personas componen ese territorio de 6000 hectáreas donde, aseguran, “los criollos reciben beneficios productivos con anuencia de las autoridades locales, mientras que la comunidad se desintegra por la tuberculosis, la desnutrición, las pagas miserables de sus artesanías y la violencia sistemática contra niñas, niños y mujeres”.

Las sombras del anochecer que el domingo 4 de septiembre unían el camino entre la despensa y la casa de El Potrillo donde vive la nena de once años junto a su abuelo y sus tres hermanas mayores no dejaron resquicio para el auxilio. “La mandaron a comprar pan”, explicó la traductora de la comunidad, Ana Mariño, cuando actuó como intérprete de la niña, que sólo habla en su lengua originaria. Unos siete adultos la toparon, no lograron convencerla de seguirlos, la arrastraron hacia una oscuridad mayor a la del entorno, la obligaron a tomar gasoil, la marearon, la intoxicaron y la golpearon. “Ella no recuerda muy bien lo que sucedió después, pero el examen médico reveló que la habían violado repetidas veces.

La encontraron gracias al aviso de unos vecinos, en un punto indefinido del mismo campo que rodea las viviendas, desmayada, con lastimaduras en el cuerpo, la ropa arrancada, las manos aferradas al aire. La trasladaron de urgencia al Hospital Eva Perón, de Ingeniero Juárez, a unos 130 kilómetros de distancia, pero la gravedad de su estado obligó a la derivación al Hospital La Madre y El Niño, de la capital formoseña, donde también le realizaron el examen forense.

Su abuelo y sus hermanas radicaron la denuncia en la comisaría y ante el juez, aunque la investigación del caso no avanza. “Así es como vivimos: no tenemos a quién recurrir cuando pasan estas cosas”, lamentó Mariño. “Estas injusticias las padecemos desde hace tiempo, pero cuando exigimos que se investigue no pasa nada. Son innumerables los casos de agresión sexual contra las jóvenes wichí y contra las propias criollas.” Llámese El Potrillo o Ingeniero Juárez, la violación de mujeres es moneda corriente, “pero por la distancia, la pobreza, el desconocimiento o el miedo, los violadores no son denunciados”. En diciembre, otra niña wichí quedó embarazada producto de una violación, pero sus padres decidieron silenciarse “porque no tienen medios económicos para afrontar el hecho y por miedo a que los maten si hablan”.

El viernes 2 de septiembre, la Escuela 438 de la Comunidad Barrio Obrero, de Ingeniero Juárez cerró sus puertas a eso de las 20. En el edificio con capacidad para enseñanza primaria y secundaria amplia, con alumnos de hasta 24 años, conviven criollos y originarios. La salida siempre es numerosa, las voces acompañan varias cuadras a los que viven lejos. Nadie se explica cómo pudieron retener y violar a una adolescente de 14 años en el mismo predio, con el edificio de la comisaría enfocando desde enfrente. Dos obviedades: la chica está shockeada. No quiere volver a la escuela.

Agustín Santillán pudo averiguar “que la agarraron entre diez o catorce criollos”, que cree que los varones son alumnos de ese colegio, que al cabo del ataque ella huyó desesperada a la guardia del Hospital Eva Perón, donde le extendieron un certificado a desgano, bajo un diagnóstico inaceptable de “lesiones leves”, que ni la chica ni su familia van a reclamar “porque los que la atacaron le avisaron que si dice algo, la matan”. El médico “que la atendió y constató lo que le había sucedido puso cualquier cosa, pero esto siempre pasa porque nos discriminan, sin vueltas”.

La antropóloga social Ana González describe “el chineo”, una práctica habitual y en algunos parajes hasta sistemática, que es realizada “por varones criollos, no indígenas, pudientes o pobres, que salen a ‘ramear’ de los pelos a una ‘chinita’ y violarla entre varios (...)”. Se manifiesta como una pauta del Oeste provincial tan arraigada, que es vista como pasatiempo juvenil antes que como práctica denigrante hacia las víctimas.

Dice González que “la impunidad con que se mueven los agresores está, las más de las veces, apañada por diversos agentes estatales locales y por la sociedad no indígena misma. Cuando las víctimas intentan denunciar, se las hace callar con un chivo o una vaca. Si no acepta, ella y su familia sufrirán amenazas y agresiones violentas. El silencio no es ‘costumbre’, es simplemente una brutal disparidad de poder, de imposibilidad de poder hacerse oír por las instituciones que tienen la obligación de proteger derechos humanos, pero muchas veces reproducen el racismo y la discriminación estructural. El silencio es desamparo y desprotección, es dolor y humillación contenidos, no sólo de las mujeres indígenas, sino de toda su etnia, de toda la comunidad”.

No es ocioso agregar que aún no hallan a los autores de las violaciones de Ingeniero Juárez y El Potrillo. Tampoco concluir que en ese tablero, niñas, jóvenes y adultas de los pueblos originarios han sido históricamente oprimidas e invisibilizadas por su triple condición de mujeres, pobres y aborígenes.

En febrero de este año una chica de catorce años fue violada por criollos adultos. Tras la denuncia, la niña y su madre sufrieron amenazas y presiones. La agresión fue el disparador para que el dirigente indígena Francisco Pérez denunciara la persistencia de una práctica sistemática de violación de las niñas y mujeres del Pueblo Wichi. Ocurrió en la provincia de Salta, al noroeste de la Argentina.

La violación de mujeres aborígenes por parte de criollos, pobres y ricos, es una vieja práctica de dominación en esta región del país. Se remonta a la llegada de los españoles, y persiste en la actualidad, ayudada por la pobreza y la marginación a las que han sido sometidos los pueblos originarios.

El ataque a la niña wichi ocurrido en febrero de 2011 en el pequeño pueblo de Santa Victoria Este está todavía siendo objeto de investigación por parte del Poder Judicial de Salta. Hay un detenido y más encausados. La nena recibió atención sicológica un par de veces pero ahora está casi en el olvido y aún sufre las secuelas de la agresión perpetrada por varios hombres.

Francisco Pérez es el coordinador de la Asociación de Comunidades Indígenas Lhaka Honhat, que reúne a unas cuarenta Comunidades habitantes de los lotes fiscales 55 y 14, una extensión de más de 640 mil hectáreas, en el Chaco Salteño.

Esa posición le permitió a Pérez llevar adelante una lucha de años reclamando el título de propiedad comunitario de la tierra que ocupan. El reclamo llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y ahora el estado provincial se ha abocado a regularizar la tenencia de la tierra, también ocupada por habitantes criollos (conocidos como puesteros), que se dedican sobre todo a la cría de ganado vacuno.

El líder wichi contó que, hace unos años, una hermana de la niña en cuestión tambièn fue víctima de una violación. Recordó que ese caso nunca se esclareció y que al final la adolescente murió porque alguien le hizo beber cerveza con vidrio picado. Y el año pasado fue violada una nieta de Pérez, residente de Misión La Paz, pueblo cercano a Santa Victoria Este, separado de Paraguay por el río Pilcomayo. El dirigente indígena contó que el acusado estuvo detenido pero luego fue liberado y cree que nunca recibió una condena. Finalmente agregó que hace tres años fue violada otra nena. Pérez sostuvo que “ninguno” de estos hechos “tuvo justicia” y que en todos los casos los acusados eran hombres criollos.

"Nosotros los Wichi somos muy débiles", dijo para explicar por qué guardan silencio sobre estas agresiones. Y añadió que en el pueblo Wichi no existe la "costumbre" de la violación: "Consideramos que la mujer es nuestra madre por eso hay que respetarla", dijo.

En la históricamente difícil relación entre criollos e indígenas, el abuso de las mujeres, niñas y adultas, de las comunidades ha sido una constante. Lo que parece haber cambiado es que ahora algunas se animan a denunciar. Es lo que hizo la madre de la chica violada en febrero pasado en Santa Victoria Este. Pero luego tuvo que soportar presiones y amenazas para que desistiera en su pretensión de que se investigue este hecho.

Pérez contó que parientes de los acusados le ofrecieron dinero a la madre de la niña exigiéndole que levantara la denuncia policial que había presentado el 19 de febrero en la Comisaría de Santa Victoria Este.

Las presiones llegaron al punto de que familiares de dos de los detenidos denunciaron al dirigente, al que acusaron por los delitos de calumnias e injurias luego de recriminarle que estuviera acompañando el reclamo de las mujeres. Allegados a las víctimas dijeron que las presiones también se aplicaron a testigos y otros parientes de la niña, y que esta sería la razón por la que algunos testigos cambiaron sus versiones.

Las agresiones no se restringen al plano sexual: los pueblos originarios en general están relegados en el acceso a los servicios de salud, educación y de mejoramiento de las condiciones de habitabilidad, como la provisión de agua potable y el acceso a una red de eliminación de las excretas.

Las dificultades para asegurarse recursos para la alimentación y el sostenimiento familiar se hacen notar cada tanto, con la muerte de niños y niñas víctimas de la desnutrición. Aunque de eso no se habla, estas son las consecuencias de las campañas “civilizadoras” iniciadas por los españoles y continuadas luego por los criollos, un hecho del que los propios pueblos originarios están tratando de dar cuenta.




Fuente: Agencias de noticias

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